IDD-Lat 2009
Construcción de Ciudadanía y Desarrollo Democrático
Ciudadanía y Confianza

La pregunta acerca de si es posible una buena democracia sin buenos ciudadanos, tiene una clara respuesta: NO

La democracia aparece más sólida y desarrollada allí donde es mayor la calidad de ciudadanos sobre la que se asienta. Por lo tanto, surge la necesidad de desarrollar, una política permanente de “construcción de ciudadanía”, en las democracias más jóvenes, que no significa otra cosa que dotar a los ciudadanos de una mejor y más profunda cultura democrática y de una plena conciencia de los derechos, libertades y responsabilidades que conlleva su ejercicio.

A su vez, esa práctica cotidiana de una productiva cultura democrática, deriva en la creación de un marco más sólido de confianza institucional, que consolida un círculo virtuoso: ciudadanía – confianza - desarrollo democrático.

De acuerdo a la visión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1948, ciudadanía es un concepto enmarcado en los derechos y obligaciones individuales que, a su vez, se ejercen y cumplen en base a un orden jurídico preestablecido. Pero esos derechos y deberes no solo están referidos al individuo sino también a sus obligaciones sociales.

Específicamente en lo referido a los deberes, se desprende de aquella Declaración una concepción de ciudadano no sólo con derechos sino primordialmente con obligaciones sociales (HERNANDEZ AVENDAÑO 2000)[1].

Por lo tanto, la ciudadanía es un concepto relacionado con el respeto por los derechos del ciudadano, pero también con las obligaciones de los mismos en su vida social y política. Es por medio de la participación en la vida comunitaria que los individuos pueden lograr el cumplimiento de sus responsabilidades dentro de la sociedad de la que forman parte.

Esa participación no solo funciona como medio para el fortalecimiento de la cohesión social y el desarrollo de virtudes ciudadanas, sino que además, puede ser utilizada como mecanismo de control social y puente para canalizar demandas sociales y políticas.

Pablo GENTILE (2000)[2] señala que el reconocimiento formal de los derechos es una condición central para la realización de una comunidad de ciudadano/as, pero si ésta queda reducida a criterios jurídicos, se corre el riesgo de que se convierta en una ciudadanía vacía.

Pero no hay ciudadanía si no se logra consolidar una confianza en las instituciones de gobierno que permita a los ciudadanos estar más predispuestos para cumplir con sus obligaciones y participar activamente en la vida pública.

Esa confianza, a su vez, torna más eficaz la representación política y hace crecer la calidad de la democracia. Por el contrario, una crisis de confianza política, como la que se observa en buena parte del sistema social latinoamericano, corroe el funcionamiento del sistema representativo y afecta la calidad de la democracia.

La participación política y social constituye un medio para mejorar la eficiencia y calidad de los gobiernos democráticos. Cuanto más responsablemente participen los ciudadanos en la vida democrática, mayores serán los canales de comunicación entre éstos y sus gobernantes y de esta forma los gobiernos tendrán la información y el conocimiento para resolver los problemas y dificultades de la sociedad a la que representan.

Los resultados de la Encuesta Ecosocial 2007, realizada por la Corporación de Estudios para Latinoamérica (Cieplan) y el Instituto Fernando Enrique Cardoso, en siete países de América Latina, señalaban que en América Latina se registran niveles muy bajos de participación, tanto en actividades políticas como en actividades sociales y solidarias; siendo Argentina y México los países que menos participan. Sólo 5 de cada 100 argentinos respondieron haber participado activamente en dos o más instituciones, mientras que otros países latinoamericanos registraron niveles más elevados de participación (por ejemplo Perú con 12%, Chile y Guatemala con 9% y Brasil con 8%). Sin embargo, se observaba que, en estos países, esos resultados estaban influenciados por la alta participación registrada en Grupos Religiosos (sobre todo en Guatemala y Perú donde esta

representa el 29% y 19% respectivamente) y en menor medida por pertenecer a Asociaciones Vecinales, Educacionales y Clubes o Asociaciones Deportivas. Por otro lado, la participación gremial era más uniforme en la región ya que, en promedio, solamente 2 de cada 100 latinoamericanos indicaron haber integrado algún Sindicato o Asociación Gremial. Lo mismo ocurría con la participación en Grupos de Beneficencia o Voluntariado que registraban niveles muy bajos en toda la región: sólo el 4% de los latinoamericanos encuestados declararon haber participado en este tipo de actividades (Carolina MORENO 2008)[3].

Por otra parte, en un sistema democrático, la confianza ciudadana es necesaria respecto de todos los poderes del Estado, de lo contrario, se estará frente a una democracia débil, sostenida parcialmente por la figura que inspira mayor credibilidad.

A su vez, el característico clientelismo de los sistemas políticos latinoamericanos genera una corriente transaccional en la que los ciudadanos reducen su participación y se vuelven “clientes” del aparato político de turno, desvalorizando el voto como factor de cambio. El propio sistema de partidos políticos está convulsionado por la reiterada práctica de cooptación de lealtades de todo tipo mediante el uso de recursos públicos. Por ello, la crisis de credibilidad que se manifiesta en los elevados índices de desconfianza ciudadana no se limita al cuestionamiento de los órganos de gobierno, sino que alcanza a todo tipo de instituciones que tienen alguna relación con el poder.



Atomización política y social


La aparente normalidad de las democracias latinoamericanas se ha visto sacudida, durante los últimos años, por la eclosión de manifestaciones “callejeras” que se multiplican, prácticamente, en todos los países de la región.

Algunos analistas consideran a estas expresiones como una forma de participación democrática, sin embargo, el desorden, la anarquía y la imposición de la fuerza (de las armas, del número o de la prepotencia) no pueden ser considerados elementos constitutivos de la vida en democracia. Ejemplos emblemáticos de esa situación han sido países como Ecuador, Bolivia, Perú, México, Argentina, Paraguay y Venezuela, para no mencionar otras expresiones más orgánicas, como el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, Chiapas en México y la guerrilla en Colombia.

En algunos casos, estas manifestaciones reivindicatorias son conducidas por movimientos sociales organizados a partir de alguna condición particular de exclusión; otras veces, surgen de la propia fragmentación social y de la ausencia de organización política.

En la mayor parte de estos casos, las manifestaciones tienen lugar sin una forma orgánica desarrollada, como expresión de rechazo a los dirigentes y a las vías institucionales de canalización de los conflictos. Y así, los ciudadanos o ciudadanas comunes –que algunas veces tienen alguna vinculación con movimientos sociales– son quienes aparecen en las calles, dispuestos a imponer su voluntad política con la violencia de su expresión.

La contradicción entre la necesidad de ampliar la participación como una forma de construir ciudadanía y el “ruido participativo” que genera ese estado de asambleísmo en las calles, que quita protagonismo y participación a las mayorías silenciosas de ciudadanos, no es nueva en América Latina.

La efectividad de la democracia reside tanto en la aplicación concreta de los derechos civiles, como en la eficacia del estado para difundir su legalidad en forma igualitaria sobre todo el territorio de una nación. Para Guillermo O’DONNELL (2002)[4], en muchas de las democracias latinoamericanas persisten áreas donde la legalidad del Estado no llega y en las que prevalecen las relaciones de poder personalistas, patrimoniales y mafiosas. En estos casos, el Estado sería territorialmente evanescente y las burocracias estarían colonizadas por intereses privados.

La fragilidad del proceso de consolidación democrática en América Latina se sustenta en la escasez de recursos, en la mala distribución de los mismos y, a veces, en la ausencia de ideas, que impiden un progreso total y en todos los frentes. Por eso se genera una disputa entre los diferentes elementos que componen la ciudadanía, lo que genera muchas contradicciones. De allí que, aunque los derechos políticos se encuentren universalizados, los derechos civiles todavía no están garantizados, y los derechos sociales, en muchos casos, sufren retrocesos como consecuencia de la escasez, la injusticia o la ineficiencia.

En los países desarrollados, los derechos y libertades civiles han precedido a los derechos políticos, mientras que en América Latina se vivió un proceso inverso. La simple proclamación constitucional de derechos y libertades no pudo solucionar la ausencia de maduración cívica en su ejercicio. Esto llevó a O’Donnell (2002)[5] a identificar a las democracias latinoamericanas como no cívicas, con predominio de una ciudadanía de baja densidad.

Los derechos políticos y las libertades civiles son pilares fundamentales del pluralismo y de la diversidad, y generan las condiciones para el ejercicio de una autoridad que rinda cuentas de sus actos. Por estas razones, la consolidación de los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de expresión, de pensamiento y religiosa, derecho a la propiedad privada y a la conclusión de contratos y el derecho a la justicia, aparecen como una cuestión estratégica para el desarrollo de la democracia, en una región en la que la consolidación de la desigualdad también es producto de la ausencia del estado de derecho.

A los históricos problemas de maduración democrática latinoamericana se suman hoy otros componentes. En efecto, hasta hace solo un par de décadas, el sistema representativo constituía una democracia mediatizada. En estos últimos años, los cambios tecnológicos y la profusión de medios de comunicación, en el marco de una fuerte corriente globalizadora, han reemplazado, parcialmente, esa capacidad de mediación de los representantes institucionales de la sociedad democrática, de modo que los intermediarios o representantes de los ciudadanos -sean parlamentarios o partidos políticos, sus cúpulas u operadores- no logran actualmente monopolizar la articulación y expresión de intereses. Una sociedad más diversa, más acertiva e informada, donde la gente tiene visiones propias sobre los asuntos de interés público y aspira a intervenir de alguna manera en su manejo, han transformado aquella realidad (Luciano TOMASSINI 1996)[6].

El aparente desinterés en la política, que atraviesa hoy a todas las sociedades en occidente, podría ser la expresión de una exacerbación de un individualismo egoísta y despolitizado, pero también expresa una insatisfacción profunda con esta particular forma de relacionar a los ciudadanos con el hacer de la “polis”, que resulta fragmentaria y desestructurada. Parece dominante hoy la voluntad en pro de que cada persona -y toda persona- asuma y empuje la construcción de su mundo y de su vida, en contraposición a la percepción, dominante hasta hace poco, según la cual cada uno aceptaba un paradigma que imponía los criterios para esa construcción (Luciano TOMASSINI, 1991)[7].

El efecto inevitable de este cambio social, político y cultural ha sido una mayor fragmentación. En América Latina, además, esa fragmentación se suma a la debilidad de las estructuras e instituciones, agravando el problema y generando una situación en la que, a veces, parece haber una mayor cantidad de demandas y alternativas de solución que ciudadanos.

Pertenecer a un grupo o comunidad, ser aceptado y valorado, así como participar y contribuir en decisiones políticas, creyendo al mismo tiempo en el poder transformador de lo colectivo, no sólo otorga calidad de ciudadano, sino que también afecta positivamente el bienestar de las personas. También es importante para que haya ciudadanía convergente con un mayor desarrollo democrático, la coherencia y validez moral de reglas y normas, que otorgan al ser humano la posibilidad de habitar ambientes predecibles.

Allí aparece, entonces, uno de los dilemas para la dirigencia política regional: ¿cómo construir ciudadanía y calidad institucional con ciudadanos que exigen sus derechos y están poco dispuestos a cumplir con sus deberes y menos dispuestos todavía a compartir su visión y sus responsabilidades con otras personas?

Este dilema ha venido facilitando también la respuesta poco responsable de una dirigencia que, en general, está más predispuesta a soluciones políticas basadas en estrategias clientelares y centradas en el uso y el abuso del poder del estado.

El desarrollo de caminos que generen una cultura democrática exitosa -aquella que sea capaz de crear condiciones para un mayor desarrollo económico, social y humano- con ciudadanos que ejerzan derechos y cumplan obligaciones, con responsabilidad social, dispuestos a compartir sus aspiraciones con sus vecinos, parece todavía un desafío muy grande para buena parte de la dirigencia política latinoamericana.



La concepción de ciudadanía


La concepción moderna de la ciudadanía se origina en el pensamiento del sociólogo británico Thomas H. Marshall, presentado por primera vez en una serie de conferencias en la Universidad de Cambridge, en 1949, y publicadas al año siguiente bajo el título un tanto engañoso de Citizenship and Social Class. “Ciudadanía es un status asignado a todos aquellos que son miembros plenos de una comunidad. Todos los que posean dicho status son iguales con respecto a derechos y deberes... Clase social, por otro lado, es un sistema de desigualdad. Y también, como la ciudadanía, puede basarse en un conjunto de ideales, creencias y valores” (Thomas MARSHALL: 1992)[8].

Marshall distingue tres elementos en la ciudadanía: civil, político y social. Los derechos civiles están compuestos por “los derechos necesarios para la libertad individual”: libertad de expresión, de pensamiento y religiosa, derecho a la propiedad privada y a la conclusión de contratos y el derecho a la justicia. Los derechos políticos se relacionan con el derecho a participar en el ejercicio del poder político, como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de los miembros designados para integrar tales cuerpos. Los derechos sociales son definidos dentro de un rango que va “desde el derecho al bienestar y la seguridad económica hasta el derecho a compartir con el resto de la comunidad la herencia social y a vivir la vida como un ser civilizado de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad” (MARSHALL: 1992).

La ciudadanía establece derechos para los individuos pero al mismo tiempo, impone responsabilidades, en una incitación permanente a que las personas orienten sus actos hacia el bienestar de la comunidad.

El concepto de ciudadanía destaca que todos somos iguales ante la ley, con derechos que reclamar y deberes que cumplir en tanto miembros de una sociedad y un Estado. Permite reconocer en el "otro" un conciudadano que está en la misma condición y con el que hay algo común (lo público) que nos une. Por lo tanto, supone consideraciones y tratos mutuos de respeto y consideración igualitaria.

Por otra parte, tal como señala Bryan Roberts, Marshall definió ciudadanía como “un principio de igualdad que coexiste, con dificultad, con la desigualdad social que resulta del juego de las fuerzas del mercado. Tiende a ver una ciudadanía plenamente desarrollada cuando se reducen las tensiones de la desigualdad social inducida por el mercado por medio del estímulo de la igualdad de oportunidades y la movilidad social’ (Bryan ROBERTS: 1998)[9].

De esta revisión de conceptos surge, entonces, la necesidad que tiene toda sociedad democrática de un proceso de construcción de ciudadanía que abarque los tres frentes:
  • La ciudadanía civil, en la que el marco jurídico institucional es el que más ayuda para definir derechos y responsabilidades y los estados, aún los más débiles, tienen a su cargo la tarea de ponerla en vigencia y extenderla a todo el territorio de cada nación.
  • La ciudadanía política, cuya vigencia y extensión se ve fuertemente afectada por la escasa calidad institucional y la pobre eficacia política de los sistemas vigentes en la región. Como se ha dicho, gran parte de los partidos políticos, lejos de contribuir al proceso de construcción de ciudadanía, extienden y profundizan sistemas clientelares en los que pequeños grupos sociales o políticos participan, excluyendo a las grandes mayorías.
  • La ciudadanía social, que presenta los mayores problemas para su establecimiento en sociedades signadas por la desigualdad, por la inducción de políticas estatales desde factores de poder económico, y por la mayoritaria incapacidad de los sistemas económicos nacionales para generar riqueza y abundancia para todos los sectores.


La cuestión de la ciudadanía en América Latina


El retorno a la ciudadanía se presenta también como una gran oportunidad para otorgar relevancia a lo social en el análisis del rendimiento de los sistemas políticos y económicos.

Pero el análisis de esta cuestión no se ha venido abordando desde perspectivas integrales sino desde el estudio de cuestiones específicas, haciendo hincapié en aspectos particulares tales como la cuestión étnica, la cuestión cultural o los problemas políticos y sociales.

Esta ausencia relativa de estudios integrales sobre las tres dimensiones de la cuestión ciudadana, se debe también a una localización de esos estudios en espacios transnacionales. Por ello es explicable la concentración de los estudios conocidos en aspectos vinculados a carencias particulares, o a ciudadanías deficitarias, o a ciertas miradas sectorializadas por etnias, género, lugar de residencia, grupo social de pertenencia, etc. En estos casos, aun cuando se trata de análisis específicos, no es posible relacionar los problemas de los actores democráticos centrales (los ciudadanos) con las carencias o virtudes que el sistema democrático expone en una región y en una sociedad determinadas, que es nuestro interés principal.

Calderón, Hopenhayn y Ottone (1996)[10] con su propuesta de ciudadanía extensa establecen vínculos funcionales entre las exigencias del desarrollo económico y las necesidades de la integración social. Estos autores plantean un tema central en la definición de los nuevos contornos de la ciudadanía sustantiva, que se refiere a la construcción de identidades basadas en una comprensión no antagonista del otro. La ciudadanía extensa no se construye más en la afirmación de una identidad contraria a “los otros”, sino de una identidad solidaria y cooperativa. En su propuesta la idea de ciudadanía amplía la noción de integración social y política en tres sentidos:
  • Una “mayor equidad productiva” que alude a las capacidades de incorporación de la población en los ejes dinámicos del crecimiento económico y que por ello modifican el acceso al disfrute de bienes y servicios.
  • Una “mayor equidad simbólica”, entendiéndola como la ampliación de las capacidades de obtener y manejar información, así como de acceder a las redes de consumos culturales; esta equidad simbólica es crucial para la formación de capacidades de diagnóstico acerca del déficit de ciudadanía, para la formación de derechos y para el cumplimiento de normas, y está además indisolublemente ligada a la transformación de los espacios públicos en la dirección del buen gobierno: más transparencia, más información y mayor capacidad de interpelación de los gobernantes por los gobernados.
  • Finalmente, una mayor equidad en el ejercicio de los derechos en un plano de reconocimiento de la existencia de otras identidades[11].
Al desafío de consolidar y desarrollar la democracia regional, a lo largo de los últimos años se sumó el crecimiento de la desigualdad, que solo tuvo un leve retroceso en estos últimos dos años, de acuerdo a los indicadores sociales del IDD-Lat. Sin embargo, los analistas indican que, como producto de la crisis económica internacional, estos pequeños avances se diluirán este año.

Por eso no es casual que la insatisfacción de los electores sea creciente en muchos casos. A diferencia de los años de las dictaduras con ciudadanos sumisos –o peor aun, sometidos- y distantes, ahora, los derechos y las libertades de la democracia se conjugan con un débil respeto por las obligaciones de los ciudadanos y con un sistema político clientelar, conformando una mezcla peligrosa que va eclosionando -aleatoria o causalmente- en un conjunto de países de la región.

Lo que fue denominado «el triángulo latinoamericano» –democracia, pobreza y desigualdad– va camino a constituirse en un cuadrado latinoamericano de democracia – pobreza – desigualdad – anomia, que si no se revierte irá estableciendo solamente un “juego formal de democracia” que consolidará una “democracia defectuosa” y, de a poco, se irá alejando de sus fundamentos.

La democracia en Latinoamérica necesita hoy trascender el régimen político para ser identificada con la construcción de una ciudadanía extensa e integral. Mientras eso no sucede, las amenazas a la gobernabilidad democrática siguen presentes en el escenario regional y van generando bolsones de autoritarismo, populismo, clientelismo, que atomizan a las sociedades y destruyen los pilares de la democracia.


Partidos políticos y ciudadanía

Como apunta Silesio LÓPEZ JIMÉNEZ (1997)[12], la emergencia de la ciudadanía implica un cambio fundamental por medio del cual "los gobernados dejan de ser un objeto sometido al poder para convertirse en un sujeto y titular legítimo del poder." Esto se debe a que, tanto en el plano local o nacional, la ciudadanía permite la constitución y potenciamiento de distintos actores sociales (individuos, grupos e instituciones) en el sistema político de toma de decisiones colectivas, asegurando que exista un real ejercicio democrático.

Cuando en una democracia, las personas se asumen como ciudadanas e interactúan con distintos actores sobre la base del respeto y reconocimiento recíprocos, terminamos institucionalizando procesos de cambio social consensuados, realimentando la expansión de sus derechos políticos y sociales.

En esta lógica de razonamiento, la ciudadanía no es sólo un status sociopolítico determinado por un balance adecuado de derechos y deberes; sino, también una identidad compartida que expresa la propia pertenencia a una determinada comunidad política.

Para que se logre esa lógica de pertenencia, es esencial que las instituciones políticas -los partidos o agrupaciones que se expresan en una sociedad determinada y compiten por el acceso al poder que la democracia otorga, para administrar el bien común- sean capaces de crear un marco para la participación y la adhesión de los ciudadanos. Pero los históricos avatares de la democracia en la región y las falencias propias de los partidos políticos y sus dirigentes, funcionan muchas veces como reactivos que alejan a la sociedad o, en todo caso, la enajenan en una relación transaccional con la política, que realimenta los circuitos del sistema político clientelar.

Se desvirtúa entonces la ciudadanía política, entendida como el derecho a participar en el ejercicio del poder político. Esa ciudadanía que establece el vínculo político entre el individuo y la comunidad política. Así el ciudadano se convierte en miembro de pleno derecho de un Estado nacional al cual le debe lealtad permanente. Esta relación otorga al ciudadano una identidad o identificación nacional que lo aproxima a sus semejantes "los que gozan de una misma ciudadanía" y lo separa de los diferentes.

Los partidos políticos latinoamericanos, en su gran mayoría, no han soportado indemnes los procesos de autoritarismo vividos en largos períodos por la sociedad.

El fraccionamiento o la cohesión populista; la indisciplina individualista o el autoritarismo; la dilución ideológica o el fanatismo, han sido opciones excluyentes para gran parte de las estructuras partidarias que no les han permitido consolidarse como un claro ejemplo de estructuras democráticas.

Los justificativos para ese comportamiento antidemocrático que la convulsionada historia política regional puede otorgar, no liberan, sin embargo, a los partidos políticos de la responsabilidad institucional que les cabe en la tarea de mejorarse a sí mismos para mejorar la democracia.

Los ocho años de análisis y calificación del desarrollo democrático que realizamos con el IDD-Lat, han dejado en claro algunas cuestiones con relación al rol de los partidos políticos con el desarrollo democrático. Los países de la región en los que las estructuras políticas cuentan con una buena tradición democrática, allí donde las instituciones tienen valor y son respetadas, donde los ciudadanos confían y aportan al juego político de la democracia, son sin duda alguna los de mayor desarrollo democrático regional y constituyen un claro ejemplo acerca de cuánto pueden contribuir los partidos políticos de raigambre y funcionamiento democrático al establecimiento de un círculo virtuoso de desarrollo de la ciudadanía y de la democracia.



Instituciones, ciudadanía y desarrollo


La capacidad de la democracia para procesar y resolver las demandas que se presentan de forma tan aguda en la región es la cuestión que recurrentemente se plantea desde la academia y desde la política.

Al mencionar la persistencia de un modelo económico excluyente como el factor central de la fragilidad de las instituciones democráticas, algunos especialistas sostienen que, en el caso de América Latina, cuyo desarrollo económico y social tiene como trazo más notorio precisamente el elevado nivel de desigualdad y exclusión, la gobernabilidad democrática no puede separarse de la búsqueda de soluciones para la inclusión social y la reducción de las desigualdades (FLACSO: 2004)[13].

La sola existencia de regímenes democráticos, con sistemas electorales competitivos y formas más institucionalizadas de representación, no ha garantizado en la región las condiciones de gobernabilidad y desarrollo que durante años habían impulsado quienes pregonaban la democracia. Hay algunos componentes que faltan para lograr el desarrollo, que las meras formas democráticas no han podido resolver.

Como señala Alberto VOLONTÉ (2009)[14] la ciudadanía en la región, durante las últimas décadas, ha enfrentado el conflicto generado por el desplazamiento del Estado de Bienestar (Welfare State) con un choque en cuatro frentes:

1. La masa de asalariados de la sociedad no quiere (o no puede) hacerse cargo del costo de jubilados y desocupados.

2. Se rompe el “igualador educacional”, la educación deja de ser un factor de igualdad de oportunidades al perder calidad para los sectores más bajos de la sociedad.

3. Se rompe la integridad de la familia como célula base de desarrollo cultural, social, político y ciudadano.

4. Se quiebra la integridad moral basada en las tradiciones cristianas que caracterizaban a las sociedades latinoamericanas.

Las principales consecuencias de estos choques son una acentuación de la desigualdad y la consolidación de un proceso de exclusión social que aleja del imaginario colectivo la asociación entre democracia e igualdad, y deja, a cada ciudadano excluido, sin el goce efectivo de sus derechos y libertades y sin la esperanza de que esa situación pueda revertirse.

La desestructuración cultural, social, política y económica, generada por estos choques, trae aparejado, también, un vaciamiento de valores del juego de las instituciones y quiebra el frágil proceso de construcción de ciudadanía que tenían en desarrollo –embrionariamente- las democracias latinoamericanas.

A su vez, el déficit de estatalidad y la subordinación a una lógica patrimonial y clientelista, que actúan como responsables de la no democratización del Estado, generan también la persistencia de fenómenos como la corrupción y la inefectividad de las políticas públicas.

Al desafío que enfrenta la democracia regional por la extensión de los derechos civiles, en un entorno internacional poco favorable, se suma en algunos países la necesidad de lograr una legalidad estatal que se difunda igualitariamente sobre el territorio nacional. Como ya señaláramos, Guillermo O’DONNELL (2002)[15] define estas situaciones como Estados “territorialmente evanescentes y burocracias colonizadas por intereses privados”.

Estamos ante el desafío de encontrar nuevas formas de cohesionar a los ciudadanos ante los choques ya mencionados que han generado un cambio de paradigmas, con la ruptura de la correspondencia entre el mercado, el Estado nacional y la ciudadanía.

Una relación de armonía o equidad entre esos factores había generado las condiciones virtuosas de la democracia, alteradas ahora con la desterritorialización de la producción y de los mercados y la restricción del poder de los Estados nacionales (Sonia FLEURY, 2004)[16].

La desaparición de los efectos igualadores sostenidos en el Welfare State, que habían resultado esenciales para el desarrollo democrático, y la consolidación de una realidad de desigualdad y exclusión, han contribuido notoriamente al quiebre del proceso de construcción de ciudadanía, al desaparecer el círculo virtuoso ciudadanía – democracia – desarrollo personal y social.

El postulado de Marshall[17] sobre ciudadanía que interroga cómo fue posible que ésta pudiera desarrollarse en el capitalismo, considerando que democratizar implica asignar un estatus igualitario para los miembros de la comunidad política, en tanto que el capitalismo se basa en la distinción o diferenciación basada en la propiedad de los medios de producción, parece encontrar una respuesta negativa en el desequilibrio social y la exclusión generado por las reglas del mercado y un Estado relativamente ausente.

La realidad expresa con toda crudeza las dificultades de consolidar los derechos sociales que la Constitución Nacional de la mayoría de los países expresa en su articulado.

Como ya dijimos, los derechos sociales han sufrido severos retrocesos y en algunos casos han desaparecido como expectativa razonable para los sectores excluidos de la sociedad.

Los derechos civiles y las libertades políticas son los principales soportes del pluralismo y de la diversidad, además de crear condiciones para elegir y controlar a quienes ejercerán la autoridad estatal. Por estas razones, la conquista de los derechos civiles es estratégica para la consolidación de la democracia en la región, y la desigualdad se constituye en causa y efecto de la ausencia del Estado de Derecho.

Esto se agrava más en el marco de la crisis internacional que se desató a fines del año pasado. Como sostiene Bernardo KLIKSBERG (2009)[18] en relación con los efectos de esta crisis, la región tiene -a pesar de sus avances macroeconómicos- un fuerte talón de Aquiles social. Sus desigualdades agudas inciden en los altos niveles de pobreza. Lo ilustra el siguiente dato: a pesar de producir alimentos que podrían abastecer varias veces a su población, el 16 por ciento de los niños está desnutrido.

De 2005 a 2007, aun siendo época de bonanza económica, al subir el precio de los alimentos el total de personas desnutridas creció fuertemente, en seis millones llegando a los 51 millones. En América Latina el tema no es la producción, sino el acceso a los alimentos. La crisis requerirá prestar máxima atención a lo social. Más de un tercio de la población es pobre y la desigualdad es la peor de todos los continentes.

La combinación de la crisis con estas vulnerabilidades puede ser explosiva acentuando todas las tendencias referidas y generando altísimos niveles de conflictividad, si no se adoptan políticas adecuadas.

El Banco Mundial estima que habrá seis millones nuevos de pobres en América Latina en este año. Muchos de ellos estarán encerrados en “trampas” que sólo políticas públicas agresivas pueden romper y allí es donde aparece la necesidad y la urgencia de instituciones democráticas sólidas, con capacidad de despliegue de políticas públicas eficaces.

Si en todos los tiempos la relación entre instituciones de la democracia y desarrollo humano ha sido central, los efectos de la crisis internacional dotan a esa centralidad de una tremenda urgencia para que los efectos sociales y económicos de la crisis no terminen afectando a la gobernabilidad y al desarrollo democrático.

Pero a su vez la crisis es una oportunidad para que las capas dirigenciales de la sociedad (no solo la dirigencia política) logren desarrollar soluciones de ciudadanía e institucionalidad inclusivas y eficientes que logren transformar la desoladora geografía de ausencia de civismo, compromiso, diálogo y consensos nacionales que pintan hoy el mapa de América Latina.

Para que las soluciones aparezcan, sin embargo, será necesario que quienes tienen responsabilidad dirigencial, asuman que las complejidades del ciudadano actual no permiten una conducción autoritaria y excluyente.

Si algo está claro en la democracia actual es que, por poderoso que sea un gobierno, no existe posibilidad alguna de éxito si no se apela a la persuasión y a la búsqueda de consensos que resulten inclusivos de la diversidad social, cultural y productiva de la compleja trama de intereses que caracteriza a cada uno de los países.

Quienes pretenden imponer políticas desde el solo ejercicio del mandato de los votos, sin convocar, dialogar, consensuar, terminan quebrando la armonía social y generando procesos que, más temprano que tarde, culminan con tremendos retrocesos para el desarrollo democrático.

Resumiendo, entonces, el proceso de construcción de ciudadanía para el desarrollo regional requiere:
  • Revertir los procesos de exclusión
  • Reconstituir una trama de valores ciudadanos que se traduzca en una democracia que aspira a la igualdad y al desarrollo humano
  • Conducir el proceso democrático desde la persuasión y la búsqueda de consensos
  • Consolidar un sistema político fuerte, con partidos y dirigentes que actúen como ejemplo democrático
  • Restituir un sistema educativo igualador de oportunidades, particularmente para los sectores de bajos recursos
  • Utilizar la tecnología para consolidar nuevas tramas de ciudadanía desde la diversidad
  • Establecer nuevas formas de participación que legitimen la conducción del Estado y sus directivas en el ejercicio diario de la acción de gobierno
Estas líneas de acción encierran un enorme desafío para su implementación, pero constituyen un buen camino para que el desarrollo con integración sea posible en la joven democracia latinoamericana.

[1] HERNANDEZ AVENDAÑO, J.: “Ciudadanía en Movimiento” 2000, Universidad Iberoamericana, Demos, IAP

[2] GENTILE, P (2000): (Coord.) “Códigos para la ciudadanía”. Buenos Aires, Santillana.

[3] MORENO C.: “¿Ciudadanía sin participación?” Informe de Economía e Instituciones – UCA, Año 1 – Número 6, Buenos Aires, Diciembre de 2008

[4] O’DONNELL, G.: Estado, democratización y ciudadanía, Nueva Sociedad, N° 128, Caracas, Editorial Texto, 1993.

[5]O’DONNELL, G.: “Notes on the State of Democracy in Latin America”. PNUD, 2002

[6] TOMASSINI, L.: “Gobernabilidad y políticas públicas en América Latina” BID, 1996

[7] TOMASSINI L. “La Globalización y sus Impactos Sociopolíticos” pg. 51. El mismo Tomassini agrega un poco más adelante: "Algunos trataron de confundir este nuevo ethos de la identidad personal con el individualismo característico de la edad moderna. No distinguieron entre los nuevos impulsos hacia el desarrollo personal, por una parte, y la orientación capitalista hacia la ventaja individual y la acumulación de bienes materiales, por otra" y luego , cita a Giddens: "no es un proyecto centrado en la reflexión sobre el sujeto sino es que el ethos del crecimiento personal resume las grandes transiciones sociales de la última etapa de la modernidad en su conjunto: un pujante cuestionamiento de las instituciones, la liberación de las relaciones sociales frente a los sistemas abstractos y la consiguiente interpenetración entre lo local y lo global, así como entre lo público y lo privado" ibid. pg.59. La cita es de Giddens A., “Modernity and Self Identity”, Standford Univ. Press, U.S.A. 1991.

[8] MARSHALL, T. H.: Citizenship and social class, en T.H. Marshall and T. Bottomore, Citizenship and Social Class, Londres, Pluto Press, 1992

[9] ROBERTS, B. (ed.) (1998): Ciudadanía y política social, Colección centroamericana de reestructuración, N° 3, San José, FLACSO.

[10] CALDERON F., HOPENHAYN M., OTTONE E.: “Esa esquiva modernidad : desarrollo, ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe” Nueva Sociedad, Unesco, 1996

[11] CALDERON F., HOPENHAYN M., OTTONE E.: “Esa esquiva modernidad : desarrollo, ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe” Nueva Sociedad, Unesco, 1996

[12] LOPEZ JIMENEZ, S.: “Ciudadanos reales e imaginarios. Concepciones, desarrollo y mapas de la ciudadanía en el Perú”, Lima, IDS, 1997

[13] FLACSO: “Gobernabilidad en América Latina”, Informe regional, Santiago de Chile, 2004.

[14] VOLONTÉ A: “Uruguay ante La elección presidencial” – Grupo Argenta – Buenos Aires, Argentina, 2009

[15] O’DONNELL G.: “Notes on the State of Democracy in Latin America”. UNDP, 2002

[16] FLEURY, S.: Integración, participación , distribución – CLAD, Madrid, 2004

[17] MARSHALL, T.H.: Cidadania, Classe Social e Status, Zahar Eds., Rio de Janeiro, 1967

[18] KLIKSBERG B.: “La crisis económica en América Latina y el Caribe: alto riesgo social” - Diario El País de España, 24 de junio de 2009
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